PRIMER PREMIO - 2009

SKRIK*
NATALIA CECILIA LAND


-I- ZOOM

Bajo un cielo rojizo y estriado, el hombre deambula por el sendero de vallas.
Dos sujetos lo vigilan; avanzan, silenciosos, mordiendo sus pasos.
Algo perturba al hombre -¿Intuye una presencia amenazante?-
Con expresión desencajada detiene la marcha, se toma el rostro con las manos y grita.

-II- EL CREADOR

1893. Un frío mediodía de Oslo.
Tres amigos recorren los escarpados senderos de Ekeberg.
En el desolado paisaje no hay sitio para bromas. La entrecortada palabra de Edvard acaba de revelar su última tragedia personal.
Los amigos intercambian miradas, estupor. ¿Nuevamente azota a éste la muerte, la locura?
Edvard esquiva la palmada, desoye la voz. -¿Consuelo? Si en la vida no hay consuelo, sólo dolor-.
Un rayo de luz agrieta súbitamente el firmamento, arremolina las nubes y lo llama.
Edvard olvida el grupo; corre al encuentro de la imagen, del color. Arden sus pupilas y sus vísceras. Se toma el rostro con las manos y grita.

-III- LA OSCURIDAD

1938. A pesar de la crisis económica, la galería Müller rebosa de público.
Los murmullos acallan, por instantes, el sublime preludio de “Lohengrin”. (Lo siento, frau Gretchen, las virtuosas manos de Mendelssohn han sido amarradas en los días que corren).
Un hombre de barba y levita eleva una copa.
-Propongo un brindis, señores, por uno de los padres del Expresionismo, por el mayor retratista de almas que diera la pintura. Por el artista que inmortalizó con su paleta la angustia existencial del individuo. Pido un aplauso para Edvard…
Una piedra hace añicos una ventana. Suenan botas. Uniformados ocupan el recinto y desalojan la sala a golpes de puño. “Arte insolente, degenerado”-vociferan.
Un hombre se resiste.
El oficial desenfunda su pistola y apunta. El hombre se toma el rostro con las manos y grita.

-IV- EL CONSUMO

1990. Remeras, camisetas, calzoncillos. Tazas, imanes, llaveros.
Posters, murales, propagandas. Dibujos animados, películas, muñecas inflables, caretas.
En todos ellos la célebre figura andrógina y calva que, estremecida de dolor, grita.

-V- EL JUICIO

2010.
No lo he hecho por lucro. Señor juez. Tampoco he dañado la pintura como aquellos bribones de 2004.
Definitivamente, me he fastidiado. Día tras día, desde mi puesto de trabajo, he visto llegar oleadas de turistas que inundan las salas con sus cámaras y comentarios vulgares.
No pude más. Fue para salvarla. ¿Acaso no he sido nombrado custodio oficial del museo por las autoridades?
Que no le quepa duda; la obra ha lucido mejor en las paredes descascaradas de mi cuarto, que tras esos paneles de vidrio, que en nada la han protegido de la irreverencia de la masa.
Yo sí comprendo la angustia retratada, los ojos desorbitados, la garganta rugiendo a través del óvalo reseco de los labios, la necesidad de aferrar la cabeza para no perderla…
Y si me acusan de haber lastimado a alguien con mi objetivo, si lamentablemente he debido hacer uso de la fuerza para llevármela, ha sido en legítima defensa, Su Señoría, lo juro, mía y de la obra.
Soy inocente, Su Señoría, un justiciero, un abnegado apóstol del arte.

El jurado regresa de deliberar. Un hombre se pone de pie y lee el veredicto. El juez golpea con su martillo.
Dos guardianes me acompañan hasta las puertas de un edificio. Un individuo de blanco me sonríe. Algo oculta su mano bajo el guardapolvo -¿Una jeringa?-. Avanza hacia mí. Me descompongo. Llevo los brazos hacia el rostro y grito.

_____________
* Skrik: grito (en noruego)

SEGUNDO PREMIO - 2009

ONCE DÍAS PARA NAVIDAD
ALEJANDRA GLAUBER

Faltaban once días para Navidad. Angelita e Isabel Dorrego, amparadas bajo el alero que cubría la galería, bordaban las iniciales de su padre en pañuelos blancos que habían elegido como obsequio, mientras su madre, Ángela Baudrix, dormitaba en un sopor premonitorio.
A pocos kilómetros de Buenos Aires, el joven coronel había sido apresado y aguardaba, impaciente, en un carruaje que oficiaba de celda. Ensayaba frases para la conversación que había suplicado mantener con su adversario político porque sabía que esa única oportunidad le permitiría, quizás, salvar su vida.
Se golpeó la frente apelando a Dios cuando por toda respuesta obtuvo que no iba a ser visto ni oído y que contaba con dos horas antes de ser fusilado. Aturdido, no comprendió de inmediato la magnitud de las palabras pero sintió su cuerpo atravesado por el agobio más desolador de su vida.
— ¡Padre Castañer!— gimió por la ventanilla, el vaho de la siesta pampeana le cerró la voz y la sequía anudó su estómago, — por favor, que venga aquí mismo mi compadre Castañer.
Sus sienes latían y el corazón se agrandaba acelerado mientras las imágenes desordenadas le impedían decidir a qué recuerdos dedicaría su memoria, limitada a un tiempo que le parecía eterno.
— Manuel, hijo — el aliento entrecortado del cura llegó hasta él junto con la señal de la cruz dibujada en el aire.
— Gracias, gracias por venir — suspiró y sus pensamientos cobraron entonces un orden urgente e inesperado— lápiz, Padre. Lápiz y papel, necesito despedirme de Ángela y de las niñas. ¿Cómo es posible? Voy a morir sin volver a verlas. Moriré y no comprendo por qué.
Castañer sintió el dolor de su compadre y quiso decir palabras que no supo; apoyó su mano en el hombro del amigo desesperado y se prometió encontrar la manera de ayudarlo a morir sin temores.
— Dígame, Padre, ¿duele la muerte? — preguntó sin mirarlo.
— Tranquilo, yo estaré a tu lado mientras tu alma esté unida a ti. Luego será el Señor quien te reciba en su regazo. Confía en Él, su Amor Divino te acompañará en todo momento. Procuraré conseguir lo que pides para que puedas escribir.
— No se vaya todavía, espere un momento, prométame que usted me acompañará. Por favor, asegúreme que el Señor me estará esperando.
— Hijo mío, aquí estoy contigo y bienvenido serás en el Reino de los Cielos. Iré por papel y lápiz y dejarás tu alma en paz dando testimonio a tus seres queridos e instrucciones a deudos y compatriotas. No tardaré.
Manuel Dorrego agradeció los trozos de papel y pidió quedarse solo. Comenzó a escribir con apuro y tristeza cartas de afecto con palabras que sabía, eran las últimas.
La siesta era implacable y muda. Castañer lo esperaba parado al lado de la puerta del carruaje, erguido, con la cabeza gacha y las manos unidas en rezo. El agobio por el calor concentrado hizo trastabillar al condenado al najar del birlocho*, su amigo adelantó un paso y estiró el brazo para sostenerlo.
— No me deje solo, Castañer — susurró.
Comenzaron a caminar con paso lento, transpirados y aferrados del brazo hacia la formación alineada que divisaban a unos metros.
— Gracias, Padre, estoy listo — dijo. Cruzaron sus miradas y se abrazaron en una despedida sacudida por el temblor de la emoción.

Las niñas dormían en el cuarto que aún conservaba el calor del día y las criadas descansaban de la jornada sofocante. Ángela vigilaba el cielo estrellado de diciembre; giró la cabeza hacia la puerta al escuchar el llamador y supo que eran malas noticias. Las primeras palabras de condolencias le confirmaron que había padecido las inconfundibles señales que preceden a lo irremediable.

_____________
*birlocho: carruaje ligero de cuatro ruedas

TERCER PREMIO - 2009

UNA BATALLA MÁS
MARTA SUSANA DÍAZ


Jessica siente el beso de su hermano en la mejilla. Le acomoda las cobijas y le murmura: “cuidate mucho”. Oye el chirriar de la puerta de chapa y las dos vueltas de llave girando dentro de la cerradura. Sabe que hasta la noche Juan no regresará.
Cartonear da para ir tirando. Si hoy le va bien tienen la comida para dos días.
Se irán arreglando. Por lo menos hasta que al padre lo suelten en la comisaría donde lo tienen detenido por averiguación de antecedentes. Hace tres días que no lo ven.
Con esfuerzo logra contener las lágrimas que pugnan por salir y se levanta.
El ¡tú puedes! del pastor evangélico de la televisión le hace sonreír.
Muchas veces ese ¡tú puedes! la va ayudando a hacer las cosas cotidianas.
En la pieza contigua, cada vez la conversación se oye más fuerte. Ella ya sabe que después siguen los gritos, luego los golpes, el portazo y el silencio.
El hombre tiene los ojos achinados, siempre está sucio y una sonrisa libidinosa se dibuja en su cara cada vez que la ve en el piletón del patio.
Enciende el calentador y pone agua para hacerse un mate cocido. Mientras corta el pan duro, lo desmiga y lo va tirando dentro del tazón. Abre el libro de historia y comienza a leer. Esa tarde tiene prueba.
“La batalla de Vilcapugio fue el primero de octubre de 1813. Belgrano la perdió” murmura.
Las mejores horas las pasa en la escuela con sus compañeras de sexto grado.
A cucharadas va tomando el mate cocido. Mientras, repite: “Ayohuma también la perdió Belgrano. Fue el 14 de noviembre del mismo año”.
“¿Y la de Tacuarí? No. Esa la ganó. Pero fue en 1811. No me acuerdo el mes…
sale a lavar el tazón a la pileta del patio.
“El combate de San Lorenzo fue en 1813 también. Con San Martín iban ciento veinte granaderos y un sargento le salvó la vida. ¿Cómo se llamaba el sargento?”.
Su cuerpo de once años se estremece al sentir que el hombre la empuja violentamente dentro del cuarto. Una mano de uñas renegridas le tapa la boca mientras cierra la puerta con violencia. Un insoportable olor a alcohol inunda la pieza. La arrincona contra la mesa, mientras le arranca la ropa a tirones. La hoja del cuchillo brilla sobre la mesa.
¡Tú puedes!
En la barriga del hombre sólo queda afuera el puño negro del cuchillo.
Cuando Juan regresa la luna ilumina el patio. Jessica está sentada en el suelo, como hipnotizada.
El libro está abierto en las batallas de Vilcapugio y Ayohuma con sus hojas salpicadas por cientos de gotas rojas.

MENCIÓN DE HONOR - 2009

NUNCA EN DOMINGO
MARTA INÉS IMBRIALE

Tiene que admitirlo. Está enamorada, locamente enamorada.
Como una chiquilina. Ella tan segura, tan responsable, con treinta y ocho años, y unos cuantos noviazgos, olvidables todos, no cree en príncipes azules.
Él es más chico, tiene treinta y tres, y toda la dulzura del mundo.
Pelo castaño muy claro, ojos oscurísimos, y una forma de amar…
Lo había conocido un sábado, en un boliche del centro. Goza del baile tanto como ella. La sorprende aún su educación, su bien decir. El tercer sábado terminaron en un hotel. Amelia sonríe el recordar aquella noche, que se repite sábado a sábado como un ritual, ansiado por los dos.
Mariano la llama Melita y ella ríe y lo abraza.
Sólo hay una duda, una espina que cada día se torna más aguda y dolorosa.
Él nada dice acerca de su vida, de su trabajo. Amelia se abrió por completo.
Es jefa de enfermeras del hospital Ramos Mejía, vive sola, su familia es de Santa Fe y eso es todo.
Él evade las respuestas, le hace cosquillas, la besa y cambia de tema.
Pensativa llega al hospital y se sumerge en el trabajo. Entra en las salas, saluda a cada enfermo y controla la medicación.
En la puerta de terapia intensiva una mujer solloza. Amelia la abraza.
— Está muy mal, el padre Mariano vino para bendecirlo.
La puerta se abre. El sacerdote incrusta su oscura mirada en Amelia, que se apoya en la pared. El hombre busca la salida desesperado tropezando con cada escalón.
Es domingo. Amelia entra en la iglesia de la avenida Belgrano. Santa Rosa de Lima, la ve pasar muy triste, muy triste. Las lágrimas le nublan la vista.
Allá, en el altar, vistiendo su atuendo dominical, Mariano se dispone a brindar la comunión a los feligreses. Amelia avanza y se arrodilla junto a los demás.
El cuerpo de Cristo es recibido en silencio. Él no la ha visto aún. La hostia tiembla en su mano. Hay tanto dolor en los ojos oscuros.
Amelia abre la boca. Él introduce un círculo blanco y pequeño en aquellos labios que besó tantas noches hasta el amanecer.
Ella se incorpora y huye.
Un alimento consagrado navega entre hojas secas y papeles, rumbo a la alcantarilla.

MENCIÓN DE HONOR - 2009

SECONAL
CRISTINA LEVERATTO

Cuento las pastillas: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis…
Me dicen los especialistas que no hay tortura mayor que mantener despierto a un ser humano. Lo vi en películas: interrogatorios crueles con una luz fuerte sobre la cara del presunto criminal para mantenerlo despierto y que confiese.
No es exactamente mi caso. No estoy en manos de ningún torturador ni policía. Pero sufro de insomnio.
Hace un año que me ocurre esto y no le encuentro explicación. Los médicos tampoco. Sólo me recetan somníferos o pautas de conducta para inducir el sueño: acostarse a la misma hora, crear rituales casi obsesivos, alejar la cena de las horas de sueño, más todas las recetas caseras que la familia y los amigos te acercan: tilo, leche tibia, visualización creativa… y hasta un corcho debajo de la almohada.
Nada ha dado resultado. Duermo, apenas dos horas por noche tomando el remedio indicado por el médico, uno de los preparados más fuertes que se pueden dar en estos casos.
En la semana, en la noche del jueves, en esas dos horas tuve una pesadilla.
Tenía todo dispuesto para mi descanso o para mi vigilia, según Dios dispusiera. El frasco de Seconal, la leche con miel, la luz tenue, los dobles cortinados corridos. Y me dormí.
Casi no sueño, o no recuerdo mis sueños. pero esa noche las imágenes oníricas eran tan claras como angustiantes. Mi dormitorio estaba al revés. La cama con las patas apoyadas en el techo, la mesa de luz con medio vaso de leche en la misma situación, pero sin que se volcara el contenido, la silla con la ropa del día acomodada en ella. Y yo dormido, sin que mi cuerpo cayera a pesar de la posición. Desdoblado, me veía en esa situación y quería despertar. Pero no podía. El sueño y la vigilia en el mismo tiempo. En realidad todo era un sueño: una pesadilla que observaba sin poder hacer nada. Cada tanto, los objetos, mi yo dormido inclusive, giraban en espirales y volvían a quedar estáticos. Sólo yo permanecía como espectador de mí mismo, sin que pudiera despertar a mi imagen durmiente.
Desperté de golpe. Todo estaba en su sitio. Como tantas otras veces, miré el reloj y habían pasado apenas dos horas desde que me acostara.
Ahora se sumaba a mi insomnio esta pesadilla. ¿Qué podía significar? Yo quería dormir, pero en ese sueño lo que más deseaba era lo contrario: despertar.
Lo conversé con mi terapeuta. Como es habitual en los psicoanálisis, sólo escuchó mi relato y mi propia interpretación. Está de más que diga lo que pienso: no tengo ninguna interpretación. Sólo el deseo de superar mi problema sumado ahora a esta contradicción onírica…
Siento que ya no puedo recurrir a nadie. Que es mi mente la que está jugando conmigo.

Todavía me quedan suficientes pastillas. Voy a duplicar o triplicar la dosis habitual para ver si en el sueño profundo descubro la clave de mi trastorno.
No cambio la rutina. Sólo preparo tres comprimidos para ingerir con la leche tibia. Sé que esta dosis no será mortal.

Encontré la explicación de mi insomnio y de mis sueños. Pero no me gustó saberlo. Esa noche, cuando con la dosis de Seconal triplicada entré rápidamente en un sueño profundo. De nuevo la espiral, que ahora me llevó a lugares más profundos y oscuros. Cuando se hizo la luz, una luz blanca y fuerte que me encegueció por momentos, allí estaba otra vez yo desdoblado. Pero mi otro yo, el que contemplaba desde mi lucidez y despierto dentro de mi pesadilla, no estaba en el dormitorio invertido. Dormía el sueño eterno, dentro de un féretro…
Yo, vivo, me veía a mí mismo, muerto.
Se repetía la misma historia. Yo quería despertar a ese que también era yo, dormido y esta vez para siempre. Pero una fuerza extraña me alejaba del ataúd. Finalmente, y ante mi impotencia, me desperté.

Ahora, esa fuerza extraña que me alejaba de mi cadáver en el sueño, me lleva hasta la mesa de luz.
Ya estoy con el frasco de Seconal en la mano.
Cuento las pastillas: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis.

MENCIÓN DE HONOR - 2009

DESPUÉS DE LA PUERTA
ROBERTO FIORENTINO

Se encontró, casi sin darse cuenta, frente a la puerta con relieves dorados. Le resultó dócil al impulso; sintió la poca gravedad de una levitación. No tuvo más remedio que entrar. Un poder de imán lo arrastró al interior.
Traspuso el dintel con desconfianza; sus pensamientos, jugando a la rayuela con la curiosidad. El miedo se interpuso. Se sintió arquitecto de pánico y asfixia. Retrocedió. Buscó evasión. El picaporte difícil de maniobrar y los cerrojos como clavados, inamovibles.
Oscuridad. Maraña de sombras, tan abigarradas que sólo permitían, como única luz, al plenilunio filtrado por las hendijas del roble. La penumbra con alineación sobre el parquet, en una perspectiva ante el misterio con esfumados hacia la suerte de un fondo sin horizonte. Las zapatillas buscaron pasos precavidos.
Algo salido de su letargo comenzó a tironearle la piel, como dedos con intención de conocimiento. El anfitrión estaba oculto. Él, ¿sería forastero, intruso o la visita inesperada? No había dolor. la violación no importaba, pero sí la claustrofobia y la estrechez del pasillo.
Avanzar significó sellar la estructura a sus espaldas. El techo se precipitó para que el infinito sumara sombras.
lo sensorial no tenía respiro. La iridiscencia en un fluir de los ojos fuera de órbita, dio motivo a sus próximos pasos. El impulso fue a entrecejo fruncido para disimular temor y frenar el salto de cualquier acecho.
Hedor y deterioro tomaron formas a través de enredaderas húmedas. De comienzo caricias, después estrangulación. En los filamentos con inquietud a esa iridiscencia pudo ver las canas volver al gris, mientras rompía telarañas con las pupilas que iban reduciendo diámetro para tantear revoque a palmas abiertas. Aspereza. Blandura o partes duras. Grietas ardiendo. Hasta hoyos. Y en los hoyos, de guardia, un enjambre de gusanos.
El eco de la presencia se adueñaba de la frotación de las suelas contra el piso. La goma salía de su reino imperceptible para conformar estridencia, un tanto siniestra. El pasillo como respuesta resolvió bifurcarse en otros con pretensión de laberinto. Las enredaderas construyeron trampas. Pudo zafar de los tramos anudados, pero no de esos abrazos sin brazos.
Sin poder detenerse entendió el seguir como algo irremediable y con resignación de vencido. Debía someterse a esa imprecisión aunque tuviera los sentidos fuera de carril. Lo incierto dominaba con estrategias que anulaban cualquier pregunta. Las suposiciones quedaban a la suerte de un tiempo sin relojes. No lograba orientarse. Otra inducción.
¿A dónde? ¿Con qué finalidad? ¿Con finalidad de fin?
EL pasillo se convirtió en salón. Suspiró al sentirse poseedor de esa amplitud añorada. ¡Fue como dejar río para vivir océano! El laberinto de pasillos fue pasado. Experimentó regocijo sin reparar en su carácter póstumo.
El presente era luz y transparencia de cristales columpiando. Vasto. Sin limitaciones. Todo modeló éxtasis aunque el destino le había significado dejar sangre a cada paso. ¡Débil, pero igual pudo correr, desplazarse, casi volar!
Encandilado no pudo reparar en la tapa del sótano. Otra vez adherencia y succión. Quedó prisionero de los remolinos de la pendiente. Otra vez pánico y oscuridad; desazón hasta dar frente al espejo convertido en lágrima y observarse reflejado. Ya no era el mismo. Había transcurrido largo tiempo. Se sucedieron varias estaciones y era evidente que la eternidad le había negado su andén. Aunque la convexidad de la lágrima mejoraba su aspecto, igual se vio decrépito, piel y hueso o huesos con jirones de piel; el resto arrugas. Los ojos dos cavernas con resabios de iridiscencia, sin nariz ni orejas y la lengua en un gesto de burla, extendida y fláccida.
Agobiado y de rodillas se deshizo en añicos y los añicos fueron cenizas sobre una calavera rota.

MENCIÓN DE HONOR - 2009

LO QUE LA TIERRA UNE…
DARÍO JORGE REYES

Chau Gurí, me dijo, entonces la perdí entre la gente y las luces de la calle Corrientes.

Los dos siempre jugamos juntos. Mi recuerdo más antiguo son sus dos faroles negros, tan negros que parecían opacar hasta al lino en mediodía.
Su aliento a café con leche, parecía darme el oxígeno suficiente para todo un día de trabajo.
No recuerdo haber descubierto su piel, tal vez porque siempre fue la continuación de mi cuerpo. Nuestras cuatro manos eran sólo dos en los giros del fideo fino, y nuestras cabezas, a fuerza de vueltas carnero, siempre se adornaban con tréboles.

Así crecimos, con empanadas de su mamá y con tortas fritas de la mía.
Sus pies, en la orilla del río, se acercaban a los míos como secretos pescaditos.
Su cuerpo fue cambiando y, un poco después, el mío.
Ni siquiera, cuando mis amigos sólo jugaban entre varones, yo pude ignorarla. Cómo evitar esa sonrisa, siempre fresca, siempre carnosa, y por las noches con sabor a naranja.

El trabajo en el campo nos dio llagas que se hicieron callos, pero muy poca historia y matemática; sólo historias y cuentos.

No sé por qué aceptamos el trabajo en Buenos Aires, no sé por qué ella se adaptó, y aprendió, y siempre deseó más.

Yo no pude y nuestras manos se fueron soltando.

La tierra me llamó y no resistí.

Esa tarde sólo caminamos, después, sin llorar apuré el paso y rumbeé hacia Retiro.

MENCIÓN DE HONOR - 2009

LOS FANTASMAS DEL SILENCIO
DOMINGO FIAMMENGO

Miró el cielo cargado de agua mientras el olor a tierra mojada le advertía que en algún lugar ya debía estar lloviendo. Se hacía insoportable el soplo caliente del viento malo, el de la humedad y los presagios negros. En el horizonte la inmensidad se quebró en una rajadura de luz alimentada por miles de voltios. Al estampido del rayo siguió la invasión de un tropel de pezuñas que azotaron la tierra, transformadas en gruesas gotas.
Entró para evitarlas y lo recibió el aroma del vapor que empañaba los vidrios escapando de la olla donde hervían verduras, papas y un trozo de carne. Dejó el sombrero y se acercó a la pileta para lavarse las manos mientras su mujer servía la comida. Sin pronunciar palabra, cada uno acomodó la silla de paja para sentarse frente a la vieja mesa.
Quedaron separados por ella, la fuente de la que tomaban la comida parecía ser el único nexo entre ambos. A un lado de la fuente, el farol que alumbraba la cocina dibujaba en la pared la sombra de los brazos, tenedor en mano, representando un grotesco duelo de cuchilleros, inadvertido e insuficiente para sortear la frontera impuesta a la manifestación de los pensamientos.
Él la miraba sin verla y de vez en cuando llevaba comida a la boca en un movimiento mecánico. Nadie valoraba su vida dedicada al trabajo rudo para cubrir las necesidades. El cansancio del día agobiante contribuía a aumentar la molestia por la severidad con que juzgaban sus debilidades; las de él, que se mantuvo alejado de los lugares donde el dinero corría tras la patas de un buen caballo o en las espuelas de un gallo bataraz; que no fue jugador como su padre, quien les hizo pasar hambre y nunca se arrepintió siquiera de haber violado a una de sus hermanas.
De él sólo había heredado la inclinación por el canto, el trago y las mujeres, la severidad en el trato a los hijos y la mano fácil para golpear a la esposa. Eso era otra cosa, cosa de machos.
Varias veces la había golpeado cuando andaba con ese vino agrio que había perdido la espontaneidad y la algarabía de los encuentros en una guitarreada, que ya no cambiaba como antes el gesto duro por la sonrisa franca y había dejado de ser el amigo de la música y el canto para transformarse en el vino tristón que se apoderó de su voluntad.
La mancha roja en la tierra del patio, cubierta en parte por el cuerpo de Salvador, permanecía en la pantalla que le ofrecían los párpados cerrados cuando intentaba dormir. Ese hijo callado y sumiso finalmente se había expresado con la contundencia que no admite réplica. La tragedia le mostró a las claras que la bebida lo había traicionado. La excluyó de la mesa y borró de su vida los encuentros con los amigos. Permanecía en silencio sin encontrar la forma de soltar las palabras que no sabía pronunciar. Imaginaba que si se acercaba a su mujer seguramente sería rechazado y debería volver a pegarle.
Sólo se oía la lluvia golpeando sobre las chapas y el silencio que pesaba toneladas. Ella se había levantado, lavaba los platos mientras buscaba el resquicio que le permitiera romper el hielo. Quería decir algo y con los ojos entrecerrados enfrentaba el revés de las lágrimas escondidas que bloqueaban su garganta. A pesar de todo lo seguía amando. Quería acercarse a él para abrazarlo y besarlo pero eso no le estaba permitido; el hombre era quien decidía cuando debían besarse y hacer el amor. Él se levantó y se fue a dormir. Las palabras quedaron amontonadas en las mentes de ambos como piedras en un embudo, atropellándose por salir y obstruyendo la posibilidad de que, al menos una, lo hiciera. Al cerrar la puerta de la habitación la abandonó a la insidia de pensamientos tortuosos y a la compañía de los ángeles del mal que festejaban el triunfo susurrando deseos de venganza.
Sola, en la cocina, buscaba mentalmente a ese joven cantor al que todas las chinitas intentaban seducir, húmedas de pasión. Casi niña, el zorzal le tocó el corazón y ella se rindió.
Recordaba la parva convertida en ara sagrada para la ofrenda sublime de la virginidad que él desfloró sin miramientos, provocándole el dolor de la felicidad. Los lonjazos marcaron luego con surcos de sangre su tierno cuerpo de mujer; la semilla que llevaba instalada en el vientre fue desalojada por la comadrona y los desechos de ese fruto del amor arrojados al excusado. Lo veía enfrentándose con valentía a ese padre que infundía más miedo que respeto y rememoraba los primeros años juntos en la chacra, haciendo el amor cuantas veces él lo exigiera. Los hijos que vinieron crecieron y, cuando llegaron a hombres, se alejaron enemistados con ese padre intolerante. Sólo el menor se había quedado con ellos; debió haberle dicho que no estaba de acuerdo cuando trajo a su mujer a compartir la otra habitación del rancho.
Decidió acostarse y lo hizo casi al borde de la cama; los cuerpos que tiempo atrás la pasión había fundido hasta ser uno podían descansar ahora, indiferentes. Hubiera querido ser capaz de sacudirlo para que comprendiera cuánto le dolían esas cosas nunca dichas, lo de la nuera ultrajada y, más aún, lo de Salvador. Pensó en cobrarse las afrentas y atacar a ese hombre indefenso abandonado al sueño.
Un relámpago iluminó la pared; vio la escopeta colgada y a su Salvador que tomaba el arma y se la ofrecía. Acostó la escopeta en la cama, el caño frío le ofreció la boca que él había besado en el instante final. Abrió los labios y aprisionó con ellos la circunferencia empavonada que aún seguía teñida de rojo por el seco fluido. Su sabor salió a recibir la tibia humedad de la saliva y la sangre de ambos volvió a unirse en un abrazo de eternidad cual renovado parto.

MENCIÓN DE HONOR - 2009

HOLLMAN Y HNOS.
MÓNICA MÜLLER

Alfredo Ginocchio acababa de vaciar la taza con el café, pero su nerviosismo era tal que revolvía el recipiente con la cucharita. Presuponía que , ni bien llegara a la oficina, Bárbara Arce, su jefa, le indicaría que se sentara frente a su escritorio.
Había logrado que la tensión cediera al mirar por el ventanal del bar, mas no se imaginaba cómo iba a enfrentar el problema. Perdería el trabajo y sería un entierro en vida. No iba a poder zafar de la culpa y los antecedentes laborales estarían manchados.
Faltaba dinero y no tenía la justificación de los gastos. La suma era importante, ni una vida de trabajo alcanzaría para cubrir la cuarta parte. Él era el responsable de la carpeta de facturas y del detalle de gastos. La costumbre de preparar todos los papeles antes de que se lo solicitaran, le había anticipado la situación.
A los cuarenta años, después de haber vivido la libertad de sus actos, de haber pensado en la posibilidad de formar una familia y de haber trabajado con honestidad para ello, no le podía pasar eso. Sacó el móvil del bolsillo y marcó.
Bárbara Arce se había despertado sobresaltada por una pesadilla, peor que soportar nueve horas al mayor de los Hollman, el jefe de su área y uno de los dueños de la empresa donde se desempeñaba como contadora de arqueo de caja del sector de Relaciones Públicas. Luego desayunó y se preparó para salir.
Ingresó temprano a la empresa Hollman y Hnos. Estaría sola en el piso, Ginocchio siempre tenía una excusa para justificar las llegadas tarde; acomodó algunos papeles y comenzó a controlar los libros. El celular sonó. La voz de Alfredo, su empleado, dejó el mensaje acostumbrado por la llegada tarde, pues tenía un inconveniente.
Un hombre de abultado abdomen pateó la puerta y se plantó delante de Bárbara.
— ¿Todo en orden? Recuerde que le queda una hora para presentar el arqueo, sí o sí.
— Sí Doctor, todo en orden. En una hora lo presentaré en contaduría general.
— ¿Y Ginocchio? — acentuó cada letra del nombre como masticándolas.
— Viene más tarde, tiene un problema — la joven miró de reojo al hombre, que dio por concluido el diálogo y se fue dando un portazo.
Pasada una hora el arqueo de caja no estaba terminado. Arce había chequeado la carpeta con las facturas y faltaban originales; recordó que los últimos gastos los había volcado Ginocchio y que los comprobantes habían quedado sobre el escritorio. La joven revisó las operaciones repetidas veces y la suma faltante era sideral.
El borrador del detalle era tarea de Alfredo. Bárbara pensó que las boletas podían estar en otro lugar, o que su empleado era un ladrón y había inventado los gastos.
La mujer iba y venía por la oficina, todos los armarios estaban abiertos y las carpetas sobre el piso; recordó que Ginocchio había archivado algo en el fichero de metal. Se le ocurrió abrir el primer cajón, le costó correrlo. las carpetas estaban sucias y algunas tapas manchadas con el óxido de los ganchos. No supo cómo, pero la tanza de su collar se rompió y las perlas fueron a parar al fondo. Recuperó las perlas grandes, las pequeñas estaban debajo de un paquete. Al retirarlo, lo que saltó sobre ella provocó arcadas que le llevaron el vómito hasta la boca. Entonces vio las facturas que buscaba, o lo que quedaba de ellas. Roídas y arrugadas, albergaban cuerpecitos rosas de lauchas recién nacidas.
Alfredo Ginocchio sintió que el frío interior le hacía tiritar. Reconocía su cobardía al no plantear en la empresa que había descubierto el faltante de dinero. Pagó los cafés y salió del local a la deriva. Hizo un alto y trató de tranquilizarse. Plaza Italia le ofrecía alternativas para el relax, optó por llegar hasta el Jardín Botánico. Caminaba con las imágenes de las facturas en las retinas, mientras otras intenciones confundían sus ideas.
Palermo era un loquero; uno de los semáforos no funcionaba. El colectivero frenó y se agarró la cabeza. Tirado sobre la avenida Santa Fe se vio el cuerpo inmóvil de un hombre.

MENCIÓN DE HONOR - 2009

LA LECTURA OCULTA
NÉLIDA ZALA

¿Cuánto importa lo que llamamos verdad? ¿Lo que fuimos, lo que no fuimos, lo que somos? ¿Acaso somos un todo? ¿O la fragmentación de un todo que, sin intervención ni elección nuestra, la mente rescata y nos muestra en esos sueños confusos y reiterados donde la atemporalidad vuelve horizontal la vida de los seres y el tiempo es el único ausente?
Sueños tan reales donde podemos vernos a la vez protagonistas y espectadores de nuestra propia vida, lo mismo que sucede en una fotografía donde el instante se congela en el tiempo.

Ahora, al despertar, quisiera volver al sueño, donde mi mirada de adolescente se veía deslumbrada por la belleza casi tosca de un cuerpo de mujer. Ella en su desnudez irradiaba luz. Ella, como nunca nadie, excitó con su olor y sus caricias lo presentido e ignorado que yacía en mí. Recuerdo el tono insinuante de su voz guiándome cómo posar mis dedos aquí y allá, entre recovecos y sinuosidades. Ella, con dominio y paciencia, educaba mi torpeza al sugerir con breve tacto la ruta a seguir para llegar a las puertas oscuras del misterio y traspasarlas ya con la energía pujante del hombre. Ningún sentido quedó insatisfecho. Ni los míos ni los de ella. Teníamos un ritual: (ese aparece también en mis sueños raros e imprecisos) un libro demasiado grande y voluminoso y oscuro le cubre las piernas, y no perturba la mirada hacia ese “Sésamo ábrete” y hallarás la riqueza, pero acecha en ese paisaje un distintivo que aterra y seguirá aterrando a toda la humanidad.

La fotografía de la felicidad y la desdicha y la perplejidad constante de mis pesadillas, son mi propia historia. De ella mi mente las ha seleccionado, ya sea para atormentarme o hacerme feliz por instantes. Seguirán cabalgando mis sueños mientras sueñe, el momento que transpuse el umbral de mi adolescencia: ese fue y seguirá siendo el más feliz. Ella, la mujer, me dio, me consta, lo mejor de sí y yo lo mejor de mí. Estamos en paz. La magia de la lectura que tanto nos unió seguirá hechizándonos aunque ya no seamos los mismos. Lo demás, lo innombrable por entender lo que significa, lo seguirá juzgando la historia.