PRIMER PREMIO - 2008

UNA CIUDAD BLANCA

Ana Menéndez


En varias oportunidades te sugirieron averiguar el origen de una grieta que apenas se insinuaba en tu habitación. Es sólo una grieta imperceptible, decías. Después, cuando lenta y constante recorrió la pared y alcanzó el cielorraso, tus vecinos trataron de convencerte de que podía ser peligrosa. Sin embargo te gustaba verla crecer en libertad. En poco tiempo ha invadido toda la pared de tu cuarto y parte del techo con un enjambre de líneas que despiertan tu imaginación.

Cuando la penumbra domina la pieza, te seduce encontrar en este laberinto varios personajes. A algunos podés reconocerlos sin esfuerzo. El quiosquero de la esquina – con el que acostumbras a conversar mientras llega el colectivo --, el dueño de la mercería de la otra cuadra y, a veces, una mujer que puede ser del barrio, porque siempre la ves salir de la iglesia. A los demás te cuesta un poco identificarlos, sin embargo es posible que también los conozcas y los hayas olvidado. Clavan los ojos en vos como si te reclamaran algo. Quizás que los liberes de tu protección y los dejes continuar el camino que han iniciado.

Entrecerrás los ojos y descubrís una ciudad teñida de un polvo blanco que se filtra por las rendijas de las casas. La gente deambula por las calles, se debaten en medio de un gran desconcierto. Reconocés a tus personajes, surgen como sombras inacabadas que, al menos descuido tuyo, tratan de escapar al destino que les has preparado. Hay cierta inquietud en la mirada que parece querer alertarte de algo. No parece importarte su preocupación. Es sólo la noche que los ha sorprendido desamparados. Aunque respetás su derecho a ser libres, tu intención no es abandonarlos, al menos por ahora. Ojalá no te equivoques, jamás te lo perdonarían.

Al cabo de un tiempo una tos seca y persistente te obliga a incorporarte. Abrís los ojos y los volvés a encontrar en el mismo entretejido del que antes quisieron escapar. El quiosquero, inmovilizado por una noticia en la primera plana del diario, parece envuelto en algún incidente que ya no recuerda. La charla de la vecina del barrio no logra distraerlo, ella por fin se aleja con una revista bajo el brazo. El hombre se enfrasca de nuevo en la lectura. Una sola vez sube la vista y la ve cruzar la calle. Retoma la noticia del diario, frunce el ceño, el gesto es cada vez más grave, ya no volverá a levantar los ojos, por eso no notará que ella acaba de entrar en la mercería de la otra cuadra. Tampoco la verá luego salir con el dueño del negocio que, después de acompañarla hasta la puerta, la despide con una sonrisa.

Te preparás un té caliente para suavizar la garganta. Arropado en el sillón, de nuevo te adormecés y en tu duermevela descubrís que tus personajes continúan el vagabundeo por la ciudad blanca. Algunos siguen perdidos e insisten en exigirte algo. No podés oír las voces, pero sí adivinar lo que te piden. Dudás. Al fin comprendés que no sos dueño de sus vidas y decidís soltarles la mano.

Pero al despertarte siguen allí: el quiosquero, el dueño de la mercería, la vecina del barrio y otros no tan familiares. Ahora están quietos, se han desdibujados un poco sus perfiles y te cuesta imaginarlos en acción. Las calles que antes recorrían se han vuelto grandes avenidas. Tratás de evadir el sueño que vuelve a dominarte. No querés perderlos. A pesar de tu resistencia, una lluvia blanca te obliga a cerrar los ojos. Los imaginás aprisionados, querés ayudarlos a regresar, pero la lluvia se hace más intensa. Asumís, con resignación, tu ceguera, que creés momentánea. En el cuarto ya casi a oscuras, manoteás el velador sepultado, como casi todo tu cuerpo, bajo una espesa capa de polvo que también te cubre los párpados. Un crujido precede al estruendo. Apenas podés respirar, el ahogo te agita y por fin te vence.

SEGUNDO PREMIO - 2008

REÑIDERO DE ALMAS

Jorge César Sarmiento


Cipriano y Onofre lo compartían todo. El firulete en la milonga, la cintura de alguna Haifa y el coraje de algún cuchillo. Se decía que compartían todo, o casi todo. Como hermanos casi.

El Onofre llevaba el filo de su orgullo a la altura del sobaco. Cipriano en cambio prefería que saliera cortando desde atrás, desde la espalda, ahí en la cintura donde a veces otros llevaban el fierro cobarde.

Hasta en la pilcha se parecían. Todos pensaban, aunque nadie se arriesgaba al entrevero, que si no fuera por la pequeña flor que pintaba la solapa izquierda del Onofre los dos eran igualitos, ni en el funyi desentonaban. Mismo corte de cara, bigote como manda Dios y la misma crencha engrasada. Siempre de negro y pañuelo blanco al cuello. Saco corto para la pelea rápida y pantalón angosto con zapatos de taco y punta en la milonga elegante. Todo fue así siempre, o casi siempre. Así hasta aquella noche.

Dicen que fue en un bailongo cerca de la penitenciaría en la calle Cabello, ahí en la casa de una tal Gricel donde todo sucedió.

Cipriano y Onofre nunca habían tenido problemas de polleras. Cada uno con su cada cual y se terminó el asunto se decían siempre y no se hablaba más, pero esa noche la milonga y el alcohol habían dejado huellas en el alma de los guapos. Otros murmuraban que sólo bastó la presencia de Gricel para que el drama se hiciera carne en los actores. Los más afirman que fueron las dos cosas, o ls tres en honor a la verdad: la música, la grapa y esa mujer.

Cuentan los que saben que los hombres estaban acodados tomando y preparando algún chamuyo, cuando Gricel se acercó con esos ojos. Esa mirada que sólo tienen algunas minas y que no se le regala a cualquiera. El Onofre esta vez fue el elegido y Cipriano se quedó en el molde. Entrecerró los ojos, los siguió con la vista y continuó con lo suyo, tomando como si nada, de espaldas a la pareja y masticando palabras. Resultó que esa moza, como nunca, había herido su orgullo. había llamado vaya a saber uno a qué recuerdos, a qué fantasmas. Es que Gricel, dicen, tenía el don de la frescura en sus formas. Esas faldas nunca se movían porque sí, y es que la milonga hablaba para sus piernas, su perfume era el tono de su voz. Y sus ojos, esos ojos…

El Onofre se la había llevado para afuera. El Cipriano seguía tomando. Y un recuerdo, y una grapa. Y una más, y otro más. Así hasta llegar al último trago donde la herida se hace abismo y la memoria es el secreto, una muerte muda.

De golpe aquel hombre dejó de escuchar las guitarras, de pronto también se sintió solo sin estarlo. Se acomodó el apero y enfiló para la puerta. A los tumbos se hizo paso entre la gente, es que sólo deseaba que el fresco lo cacheteara de estrellas. Cipriano sintió entonces el miedo de lo demasiado tarde, estaba ciego de Gricel. Llegó al umbral y apenas los vio se les fue al humo.

Afirman que la mujer alcanzó a quedarse con la pequeña flor del Onofre, justo antes de que los guapos quedaran con el cuchillo cambiado. Uno salió cortando desde atrás. El otro a la altura del sobaco, que es la del corazón. Uno de ellos se preguntó por qué. Los dos recibieron el filo del otro en el lugar preciso. A Cipriano se le fueron las ganas a la altura del garguero, donde tallan las mentiras. Al Onofre en cambio le llegó su suerte justo donde llevaba la flor, esa que ya no tenía. El asunto es que quedaron tendidos como mirándose, sangre con sangre, uno al lado del otro como siempre, o casi.

Dicen que fue en esa esquina donde se quebraron dos destinos, el coraje y algún secreto.

Sostienen que ahí mismo a Gricel se le escuchó por lo bajo, aunque no se puede confiar:

-- De ahora en más quiero a mi lado hombres sin corazón.

Se arregló el pelo, tiró algo que tenía entre sus manos y entró a la milonga. La música siguió el pulso de sus pasos y se perdió en el gentío.

En la calle Cabello, cerca de la penitenciaría, alguien recogía del empedrado una pequeña flor para lucirla justo ahí, en la solapa de un saco apenas manchado.

TERCER PREMIO - 2008

DESENCUENTRO

Natalia Cecilia Land


Era un mal de familia.

No, no la cola larga, bifurcada en la punta, recubierta de nervios y escamas plateadas. Ese era un rasgo natural de la especie, tal el cabello azulino, el cutis de perla y los pechos redondos y rígidos como los caracoles del mar.

El mal era otro. Esa incomprensible torpeza del corazón para entregarse a la persona equivocada.

Todo había empezado en las frías aguas de Baltimore. Había llegado hasta allí por azar, dejándose llevar por la placidez de las corrientes marinas. Desde una roca lo vio saltar, perforar con la majestuosidad de su brinco la dureza del agua. Vio la espuma, la melena oscura sacudiendo sales y algas. Y decidió amarlo.

Averiguó su nombre, su casa, su vida. Supo que se llamaba Phelps, que vivía tanto en el agua como en la tierra, y que se entrenaba para las Olimpíadas.

No ignoraba las dificultades. Sabía que los hombres – aún poetas como Horacio – menospreciaban su cola de pez. Pero afortunadamente existían cirujanos, como siglos atrás brujas. En Hollywood proliferaban estos personajes que, a cambio de reserva – el código de ética les imponía limitaciones – y buena paga, le prestarían servicios.

¿Quién sino ella tenía acceso a fabulosos tesoros del mar?

De modo que no dudó. Abandonó el quirófano convertida en una beldad, con dos piernas torneadas y perfectas. Ni siquiera debió sacrificar la voz, como su abuela, la heroína de Andersen. Pero caminar no era sencillo. Cada paso, cada movimiento de sus pies se convertía en un suplicio, en un tormento que debería disimular si deseaba conquistar el corazón de Phelps.

Tomó el primer avión para Beijing y ocupó un buen lugar en las tribunas levantadas en el “cubo de agua”.

las zambullidas de los nadadores eran seguidas con febril expectativa por la multitudinaria concurrencia, pero la aparición de Phelps entre las aguas, su brazada triunfal haciendo añicos largas crónicas de marcas existentes, era sencillamente aclamada por un coro de aplausos y vítores.

las voces de los admiradores se confundían. Pero no la de ella. La de ella contenía el embrujo indeleble de las profundidades infinitas. Cuando Phelps salía del agua, cuando se cubría con la toalla y se arrancaba las antiparras, la buscaba con la mirada. Ella le sonreía. Le sonrió durante cada competencia, en cada triunfo, con cada destello de sus medallas doradas.

Finalmente él se animó, se acercó hasta ella y la invitó a salir.

Fuero felices esa noche. Él no hablaba mucho y ella inventaba un pasado inexistente. Caminaron poco y cuando bailaron ella ocultó sus dolores, las fuertes punzadas que atormentaban sus pies, tras la mejor de las sonrisas.

Él también le sonreía.

Fueron felices esa noche. Esa noche y todas las que siguieron. Mientras duró.

Cuando Phelps abandonó la Villa Olímpica, ni siquiera se despidió. Un sobre blanco en la conserjería del hotel explicó todo:

“Lo siento, hermosa mujer – decía --. Aunque quisiera no puedo amarte. Guarda mi secreto, soy un Tritón”.

MENCIÓN DE HONOR - 2008

FIDELIDAD

Edgardo Marcos Polero Vélez


Al principio decidí seguirlo un poco por lástima, dándome dotes de ángel guardián, y por no tener nada más importante que hacer. La vida en el campo es lenta y los ritmos son pausados, sin el vértigo de las ciudades. Se dispone de mucho tiempo libre para que divague la mente por cualquier estrella de la galaxia y el ocio nos lleva por caminos impensados.

Verlo tan delirante buscando un mundo inexistente, ideal, de hermosos valores y poco sentido común, donde se destacaban el verdadero amor, el honor y la valentía, me produjo una admiración inexplicable, incentivada por las diferencias entre nuestras personalidades.

A su lado me vi tan vulgar, tan apegado a lo concreto, a lo real, a lo tangible, tan opuesto a él, etéreo y elevado, que me sentí atraído y obligado a seguirlo incondicionalmente.

Mi vida no tiene nada de particular; nací campesino, creado entre los cerdos y los borricos, sabiondo de los ciclos de cosechas, de las preñeces de las bestias, de todos los vericuetos de la tierra, de cómo sonsacarle el mayor provecho al campo. Nunca necesité escribir, menos leer, me bastaban las historias que contaban los viejos de la aldea con toda la fantasía que podían conjugar con los pequeños elementos que les daba su entorno.

Sin embargo, rápidamente me contagió la embriaguez de este hombre, cuyo mundo inmediatamente comencé a envidiar, volviéndome obsesivo por tratar de penetrar sus pasadizos.

Quería ser parte de él, compartir sus experiencias, habitar sus continentes, ser personaje de sus historias.

Me hirió el dardo de la trascendencia, comencé a protagonizar vehemente las aventuras que nunca me hubiera atrevido antes a soñar, comencé a creer en sus palabras, inclusive ante la inminencia de una realidad que las desmentía.

Nos fuimos transvasando las almas. Él fue un poco invadido por mi consabido pragmatismo, y yo fui transfigurado con sus verdades etéreas y fantásticas.

Lo que en un momento juzgué como las patrañas de un loco, hoy lo tomo como verdades absolutas de un sabio.

Sin embargo no puedo negar que en nuestro transvasamiento los cambios que se operaron en él lo humanizaron, lo hicieron descender del pedestal desde donde me miraba, lo hicieron más normal, más terreno.

En los últimos tiempos parece haber tomado conciencia de su locura, como si reconociese su enfermedad mental, como si buscase la cura; como si se quisiera despojar del aura heroica para volver a la realidad de viejo medio chiflado, con necesidad de curarse, de bajar al suelo, de saborear lo tangible, lo concreto; y sospecho que he contribuido fatalmente con ese destino.

Lamentablemente, ahora yo padezco la enfermedad de la nobleza, del aventurerismo volátil y puro de un mundo ingrávido y sutil, ya no pertenezco a mis viejas aficiones rurales, adolezco la poesía, la flagrante fantasía y la estética de los pensamientos elevados.

He cambiado, creyendo conjurar disparates me he hundido en verdaderos ensueños, tan reales si son producto de una mente afiebrada como si calan los huesos y hieren los sentidos.

Necesito de las aventuras para poder respirar, me siento un caballero. Su promesa de nombrarme gobernador de una ínsula es una verdad inapenable, necesaria, y no puedo consentir que su palabra sea tomada como un desvarío.

Quiera quien quiera y se oponga quien se oponga, mi amo, el que me puso en el mundo, el que me dio razón de existir siempre será el caballero perseguidor de quimeras, luchador incansable contra las injusticias y reparador de entuertos, caballero incomprendido de la triste figura, Don Quijote de La Mancha.

MENCIÓN DE HONOR - 2008

EL CONTADOR

Virginia Curet


Fue realmente una contrariedad. Cada vez que lo recuerdo… ¡pobre Simón! De verdadera vocación, mi amigo Simón era un contador, y encima los medios que no ayudaban, porque la tendencia de esa década, me acuerdo clarito, era la que los entendidos denominaban “didáctica”. Al principio no fue nada grave, a lo sumo Simón llegaba eventualmente tarde a algunas citas, pero no mucho más. El tema fue cuando la cosa empeoró. Pero tal vez convenga que explique lo que sucedía: mi amigo Simón era un preso de las enumeraciones. Cada vez que oía una conversación ajena en donde, por ejemplo, una señora en el tren le decía a otra: “hay tres cosas que me molestan soberanamente de mi marido”, él tenía que enterarse de las tres, no le importaba si se pasaba de estación o si las personas se daban cuenta de que estaban siendo escuchadas por un “metiche”, él debía saber sí o sí cuáles eran esos tres puntos.

Ya de chico, en el colegio, se le había dado por eso. Me acuerdo del día en que lo mandaron a dirección por irrespetuoso. Otro amigo nuestro, Jorge, le repasaba a Simón todos los campeonatos de River cuando la maestra les llamó la atención por primera vez. Simón no le dio importancia y le insistió a Jorge que prosiguiera. Y mamita la que se armó. Era como si no pudiera esperar al recreo, se obsesionaba con tener la enumeración completa de inmediato.

“Completa” ahora me acuerdo lo que dijo el psicólogo al respecto, pero no me quiero adelantar, vayamos punto por punto. Simón fue envejeciendo y con esto la maña se le instauró agravándose. Cada vez que salíamos a tomar un vino y él conocía a una chica, se presentaba de la siguiente forma:

“Uno, me llamo Simón Zahl (¡Qué paradoja dirán ustedes!); dos, soy contador recibido en la Universidad de Buenos Aires; tres, trabajo en Retiro; cuatro, soy hincha de San Lorenzo y cinco, vivo en Almagro”. Esto bastaba para que la mujer se diera media vuelta y a otra cosa. Así fue que se quedó soltero, pobre Simón.

Los primeros síntomas de su empeoramiento los relató él en primera persona. Cuando con los muchachos le recriminábamos, por ejemplo, su impuntualidad de horas él nos decía:

1) “Es que en el canal de cocina estaban dando una receta de veinte pasos y…”

2) “Me prendí con un documental sobre la historia argentina de los últimos cincuenta años y…”

3) “Lo que pasó es que en la radio, justo antes de salir de casa, una animadora infantil relataba los ítems que hay que tener en cuenta para hacer una fiesta inolvidable y…”

A esto voy cuando digo que les medios no ayudaban, todos habían adoptado la metodología de que para que el receptor entendiese bien el mensaje, había que hacer enumeraciones o a lo sumo, utilizar el sistema alfabético. Sí, Simón sabía de muchas cosas, pero el colmo de los colmos fue cuando nos dimos cuenta que estaba acumulando conocimientos que para él no eran demasiado útiles o que no valían la pena: como los procedimientos de depilación con cera, por citar uno, entonces hicimos una intervención y lo llevamos a un psicólogo. Y ahí viene la palabrita “completa” que me guardé al principio. El experto nos explicó lo siguiente:

“Se trata de una persona que no está “completa” en ningún sentido, por eso evita dejar las enumeraciones interrumpidas, que evidencian latentemente la falta de algo, la ausencia de una parte primordial”, y le aconsejó que no mirara más televisión.

Apesadumbrado, con el paso de los días, Simón tomó una decisión terrible: quitarse la vida. Para no fallar, buscó las instrucciones en un libro especializado que enumeraba los diferentes métodos, señalando aquellos más eficaces. Afortunadamente fue así que cuando terminó de leer el último punto, se sintió completo y satisfecho y abandonó aquel manual y esa oscura idea.

Cuando murió, por causas naturales años después, nosotros pedimos tres deseos enfrente del cajón, como dicta la costumbre de nuestra ciudad, ¿cosa de locos! Jorge expuso el primero, luego el segundo y no llegó a decir el tercero cuando entró el cura a bendecirlo. Entonces yo, que lo conocía mucho, le solicité al padre que esperara y lo incité a Jorge a que concluyera. Ustedes me van a decir que estoy demente, pero yo vi a Simón primero, puntualmente guiñarme un ojo, después cerrarlos para siempre y, por último, irse sumido en “completa” paz.

MENCIÓN DE HONOR - 2008

DIGNA RETIRADA

Jorge Eduardo Freiría


Finalmente se produce lo temido. Sus vigías le comunican que el enemigo desembarca y sus fuerzas quintuplican los pocos hombres que tiene en el destacamento.

El capitán Bermejo Pilcomayo reflexiona. No hay tiempo para pedir refuerzos, los invasores pronto llegarán allí. Eleva su mirada hasta la cúspide de la torre, donde ondula, orgulloso, el pabellón verde y blanco. Si en algún momento pensó en disponer la retirada, al observarlo cambia de idea. Aprovechará el factor sorpresa.

Sabe que el puñado de curtidos veteranos puede superar en bravura la pobreza numérica. Los reúne y arenga. El verdiblanco pabellón les da valor.

Avanzarán, silenciosos pero motivados, por sendas que sólo sus baqueanos conocen. Da resultado lo sorpresivo. Desbandado, el adversario huye dejando en el terreno pertrechos y estandartes.

-- Ninguno se acerca en hermosura al nuestro – pondera, mientras mira con emoción y orgullo cómo flamea invicto en el campo.

-- Una narración épica, técnicamente bien presentada… no dejaría de ser interesante -- dice uno de los jurados, -- pero… ¿la bandera verde y blanca? --

Chato en tanto letras, Bermejo Pilcomayo se queda perplejo, mientras escucha cómo el autor, su autor, intenta brindar explicaciones en el marco de ese taller participativo.

-- ¿Qué tiene de malo mi bandera? Me he batido a su sombra en muchas batallas inscritas en las cicatrices que llevo; de niño soñaba con su color, pampa cruzada por nieves. ¡Y a este citadino no le gusta!

Un sujeto, papel en mano al que llama su cuento, dice que el relato escuchado no cumple la condición de verosimilitud, y se deshace en críticas competitivas.

-- ¿Pero qué dicen ahora? Desde el papel o no escucho bien o no puedo creer lo que oigo, es tan distinto cuando estoy en el campo, tan verde como mi bandera. ¡Qué lástima que no pueda liberarme de esta cárcel de letras, sentirme como cuando me describen galopando en la llanura, porque le daría su verosímil merecido.

Otros presentes corifean el intento de quitarle mérito a la epopeya de Bermejo, mientras defienden el valor de lo presentado por ellos.

-- Capitán, dice el sargento Goya, esto se puso desagradable.

-- Tranquilo sargento, Vinimos con el autor y tenemos que acompañarlo.

-- Pero los hombres, mi capitán… ¡Quieren poner orden!

-- Yo también, Goya, yo también. Pero debemos cumplir con la cortesía.

-- Como usted mande, señor – acepta sin entusiasmo. Y se retira a seguir mateando con su patrulla, que observa la pugna saboreando la yerba de patrios colores.

-- ¡Ah, no! Esto ya pasa de castaño oscuro. Ahora me cuestionan a mí y a mis hombres. ¿Cómo que con mis escasas fuerzas no podía derrotar enemigo tan poderoso? ¿Qué fue lo que hicimos entonces? ¡Y se ríen de los Goya y los Bermejo Pilcomayo!

-- ¿Escucha, mi capitán? – pregunta Goya – hablan de su apellido y el mío.

-- Sí, sargento, sí. Me parece que es porque ne saben qué decir. Prepare a los hombres, nos vamos. Contra cualquier adversidad no tenemos problema, contra el absurdo, sí. No soy instruido, pero que los contendientes opinen sobre sus adversarios, me suena a no conocer la naturaleza humana. Mejor ejecutemos un digno repliegue caballeresco.

Y así que como, en el extraño concurso, se dio el insólito caso que el cuento que estaban leyendo se quedó sin palabras, súbitamente convertido en un par de hojas en blanco.

MENCIÓN DE HONOR - 2008

EL CHINITO DE LA 41

Angel Kandel


El dolor en el pecho había sido intenso.

El médico me indicó la realización de una resonancia magnética.

Al pedir turno para efectuar el estudio me informaron en qué consistía, dándome detalles del mismo.

Pregunté si podía llevar una radio portátil para distraerme en ese ostracismo de treinta y cinco minutos, tiempo que dijeron demoraba. Me respondieron negativamente dado que interferiría en el accionar del aparato.

Llegado el día del estudio entré en una habitación donde había un gran tubo. Me desvestí y me acosté sobre una camilla que al deslizarse me introdujo en su interior. El ruido de la traba al cerrarse la compuerta hizo que tomase conciencia de esa nueva realidad. Cerré los ojos y traté de “volar”, de no pensar en ese presente. Mi imaginación me llevó por caminos conocidos. Desfilaron por mi mente caras e imágenes de mi niñez, de mi adolescencia y sentí que una sonrisa dulcificaba mi rostro enjuto. Un simple parpadeo me llevó hasta Terrero y Punta Arenas, en donde hicieron esquina recuerdos y sentimientos y donde recalaban los pasos de toda la querida barra, pasos que juntaban lustrosos mocasines con embarradas zapatillas, descosidas alpargatas con flamantes zapatos “Carlitos”.

Juventud Unida de La Paternal estaba con asistencia perfecta. Y si estaban todos, ¿qué hacer si ya habíamos discutido de fútbol, comentado las últimas novedades de “El tifón de Boyacá” y hablado de minas? ¿Qué nos quedaba?... ¡Jugar un “picado”!

Y ahí nomás poníamos en el medio de la calle algunos pullóveres y piedras para marcar los arcos y después de “puntear” para elegir a los jugadores de cada equipo todo estaba listo para comenzar el partido.

--¡Aurieri!, gritó Tito que, como había traído la pelota podía elegir el puesta donde jugar.

-- ¡Diez!, contestó Mimbre y ya cumplimentado el ignoto rito se ponía en movimiento la pelota.

(Sentí una sensación especial cuando recordé ese “aurieri-diez”, palabras con las que comenzaba a rodar la pelota, pero que sonaban a onomatopeya. Con el correr de los años, ya en la escuela secundaria estudiando el idioma inglés, pude comprender que esas palabras mágicas eran la deformación de “all ready” (todos listos) y “yes” (sí), dado que el fútbol nació como deporte de caballeros y sólo tras ese acuerdo se comenzaba a jugar. Mi sonrisa se acentuó pareciéndose a una mueca al pensar en la actualidad de ese deporte).

Corridas, gambetas y pelotazos a quien quedase en medio de la improvisada cancha. Todavía me sonrojo recordando ese cabezazo que le sacó limpito el mate a don Pizarro, que quedó en la puerta de su casa con la mano en garfio sosteniendo el vacío.

La sonrisa cómplice acompañaba las destrezas que sobre el asfalto se iban bordando hasta que un rechazo mal dirigido “colgaba” la pelota en lo de “Spiantuque”.

-- Démela, don, qué le cuesta, fue sin querer. Devuélvala y nos vamos, suplicaba Cinconovias.

-- Déle, si no lo hicimos a prepósito, diga, terciaba Manzanita, que debía su apodo a sus cachetes siempre sonrojados.

-- Spiantuque de aquí, spiantuque, sporcachone, vociferaba don Rafael con ese latiguillo que le valió el mote.

Vueltos a la esquina nos sentábamos en el umbral de la sastrería Don Aarón, el padre de Pulque, nuestro “insai” derecho, donde juntábamos moneda tras moneda, algunas aportadas por vecinos solidarios, hasta poder ir al quiosco de “El Petiso” quien, de ser necesario, perdonaba alguna chirola faltante y comprábamos la nueva pelota.

las flamantes “Pulpo”, de rayas rojas como nuestras transpiradas caras y amarillas como ese sol de mediodía , comenzaba a dibujar nuevas filigranas sobre el asfalto hasta que un grito ponía fin a la algarabía y al partido.

-- ¡Rajemos que viene la cana!... ¡El Chinito viene por Linneo!...

Y con paso cansino aparecía la silueta uniformada de la autoridad tan temida, “EL Chinito” de la Seccional Policial 41. Ahí estaba el Cabo Torres con chaqueta de gabardina azul cruzada por el correaje de cuero negro charolado, gorra encasquetada en una ancha cabeza portadora de una redonda cara morena con unos ojos finitos y alargados y unos delgados bigotes que achinaban aún más ese rostro venido vaya a saber de qué provincia.

Su presencia nos hacía desaparecer junto con la pelota que parecía seguir teniendo bríos como para continuar su frenética danza.

Y yo me veía corriendo por Punta Arenas, escapando de la autoridad por el delito cometido de jugar, hasta que un zaguán salvador me albergaba en su penumbra, quedando a la espera del paso del tiempo para abrir la puerta y poder salir.

pero esta vez fue distinto. No fue la puerta del zaguán la que se abrió, fue la del gran tubo y la camilla se deslizó nuevamente, esta vez para afuera.

-- ¿Ya pasaron treinta y cinco minutos? pregunté a la enfermera.

-- Treinta señor. Puede cambiarse y vuelva en tres días para retirar el resultado.

Me vestí y salí a la calle. Todavía habitaban en mí esos hermosos momentos revividos.

Caminé hasta la esquina en donde vi la espalda uniformada de un policía.

-- ¡El Chinito! Exclamé instintivamente en voz alta y casi simultáneamente el policía se dio vuelta. No era el Chinito.

-- Claro, cómo va a ser el Chinito si estoy en otro barrio, pensé, y seguí mi camino sin quitarme las imágenes de la cabeza.

Después de caminar unos metros más recién pude tomar conciencia del tiempo transcurrido.

MENCIÓN DE HONOR - 2008

UNAS VUELTAS POR EL PASADO

Amancio Augusto Aguilar


“Chicos, espero no verlos más por acá”, dijo con fastidio la abuela, les quitó el espejo, lo llevó a su pieza y partió hacia la cocina.

El organillero había intentado sin éxito hacer funcionar su instrumento. Después que cesaron unos reflejos que le perturbaban la visión, su nuevo intento provocó por fin el regreso de la música.

A esa hora Florida era un hervidero. Un círculo grande, que formaba un conjunto de personas apretujadas, con centro en la peatonal, contribuía a dificultar la marcha. El flujo humano, más que la curiosidad, llevó a varios transeúntes a incorporarse a la rueda y algunos en puntas de pie lograron averiguar de qué se trataba. Lo primero que vieron fue una mancha verde e imprecisa. Luego, al terminar de desnudar la escena, percibieron, además de la figura del loro, ya definida y bajo sus plantas, el vetusto armatoste y al hombre que lo manipulaba mediante una manija. Con su ritmo monótono parecía llevar a empujones el cansado canto del organillo y a la vez arrastrar su propio canto y su propio cansancio.

El instrumento exhibía, con el orgullo que le otorgaba su antigüedad y el brillo que había conseguido darle el musiquero, una chapita con la inscripción AÑO 1884. Contrastaba su sombrío aspecto con la alegre figura del organillero, de colorido ropaje y suave sonrisa. Sin duda, el optimismo que irradiaba era la forma adecuada de presentarse para vender “la suerte por sólo cinco pesos”.

La parte musical había concluido y, donde murió la música, empezaron las palabras. El discurso del hombre, seguramente repetido tantas veces y en forma tan maquinal como la melodía del organillo, comenzó refiriéndose a la vejez del instrumento. Este usufructo de la eternidad le permitía transitar por el tiempo con soltura y traernos desde el futuro los vaticinios que con la mediación de Perico, el loro, podía conocer quien lo deseara.

Acomodó su pelo y continuó: “Hay tantos destinos como personas, pero esta caja contiene la tarjeta con el destino de todos los que le pedirán, porque eso también está escrito”.

Algunos aplausos fueron agradecidos con una reverencia por el musiquero quien, extendiendo el brazo, hizo partícipe a Perico de la demostración, llamándolo “Mi inteligente colaborador”. A medida que el loro picaba una tarjeta, el hombre iba entregándola, recibiendo en pago los billetes. Luego retomó el instrumento.

El organillero le había restado relevancia a unos reflejos que volvían a alterar su visión. Tampoco lo alarmó el arribo de un señor de corbatín, galera y bastón. Lo miró diciéndose “de dónde habrá caído éste”, aunque terminó por considerar el atuendo una extravagancia del hombre. Pero la indumentaria del público había empezado a cambiar, tornándose anacrónica. En reemplazo de los joggins, vaqueros, buzos, mocasines, camperas, se veían levitas, paletós, galeras, mantillas. Parecía que la voz del instrumento estuviese convocando a personajes de ayer.

Al principio el musiquero había mirado con simpatía esas presencias que contribuían a darle clima a la escena. Pero cuando empezó a recibir, primero con sorpresa, después con desencanto, en lugar de pesos: australes, pesos ley y hasta pesos nacionales, su expresión varió por completo. ¿De dónde podía servirle un dinero sin valor? Algo pasa, se dijo y atendió al organillo. Notó con asombro que no modulaba sus conocidas melopeas las que, de tan repetidas, ya no oía, sino sones extraños. En vano intentó reencauzar la secuencia de sonidos. Hasta que por fin el éxito coronó su empeño y las melodías comenzaron a surgir con fluidez.

Un momento antes, “Chicos, dejen de jugar con ese espejo. Cómo tengo que decírselos”, les había recriminado la abuela, después de quitárselos. Cuidaba mucho su espejo. Se lo habían regalado cuando cumplió los quince años y, al asomarse a su luna, se veía con el rostro hermoso, alegre y sereno de la joven que era entonces.

MENCIÓN DE HONOR - 2008

EL POZO

Cristina Harper


Ya está canturreando, susurrando entre los pocos dientes que le quedan. …y al encerrarla en un cuartel… Atormenta con ese chirrido desafinado que pretende ofender. Creo que me dedica su odio porque estoy más entera. Es decir, hoy me duele cada centímetro. Entera es ella que se rebela ante cada insulto o golpe. Yo no soy tan valiente ni tan tonta, no quiero irritarlos, obedezco. Ruego porque me crean y me olviden. Perdí la noción del tiempo pero los días parecen más largos, la luz brumosa se detiene un rato más en la pared. La recorro con las manos, la cara, el cuerpo, buscando diferencias de textura, ladrillos, revoque liso o descascarado. Me separan del resto de las personas, me declaran excluida. Es mi presente. Y tengo un futuro distinto. Ese futuro lo imagino todas las noches, me detengo en cada detalle, cuanto más pequeño más preciso y delicado. Me desvelo puliendo la esperanza, las acciones, los deseos, las ganancias, todo lo que haré o tendré. Hace días que no me reclaman. Estoy reponiéndome. Otra vez la melodía. Acaba de llegar, maltrecha, y ya está entonando. Alivia el silencio que nos aplasta durante horas. Hablo sola, enumero nombres de mujeres o de varones, de frutas, de flores. Tanto como las palabras añoro la risa. En mis sueños río, antes lloraba y despertaba bañada en lágrimas. La comida es mejor. La sopa espesa, que tomaba sin mirar para evitar el asco, fue reemplazada por carne y papas. Qué placer la comida. La mantengo en la boca, el paladar, la garganta. Qué placer la comida. Me proponen una salida. Ir a un bar. Observan mi expresión. Me prestarán vestido y zapatos. El corazón me late desesperado, tengo miedo de una trampa y deseo con fervor caminar una vereda. ¿Podré? Acepto, me comporto amable para que se repita la invitación, quizá algún día pueda ver a mi madre. Estoy apurándome demasiado, calma, calma, él tiene la decisión, soy su objeto. ¿Y ella? …se enganchó un coronel… una vez más ella me escupirá.

MENCIÓN DE HONOR - 2008

EL BACHE

Viviana Mariel Olchansky


Nadie sabrá jamás, aunque lo intente, la verdadera historia del bache de la Cava. Ese secreto permanecerá siempre en mi interior. Cubrirá como un manto el lamentable suceso producido aquella mañana de invierno del 85, uno de mis tantos errores de aquellos días.

Es cierto, tal vez debí saber que la caída de aquel oscuro libro de la facultad sobre el pavimento escarchado produciría la primera rajadura. El saber no ocupa lugar, pero deja huellas. El estruendo del golpe seco contra el suelo me paralizó de forma inmediata. Miré nerviosamente hacia un lado y otro y, al comprobar que nadie había visto la escena, salí corriendo.

Esa noche no pude dormir.

¿Qué desastre había provocado? ¿Cuán profunda habría sido la rajadura? ¿Habría llegado, quizá, hasta el mismísimo centro de la tierra?

Minuto a minuto mi cuerpo adoptaba casi perfectamente la posición fetal, con un claro hueco en el interior de las sábanas, desde donde controlaba y escudriñaba el recorrido del sudor frío provocado por el pánico. Por debajo, la sombra.

Seguramente vendría por mí.

A las seis de la mañana sonó el despertador y corrí hacia el baño. Tras pasar brevemente por la ducha gané la calle y volví a la escena del crimen.

El fluido paso de los camiones de carga no había sino acrecentado la magnitud de la grieta. Confundida, creí ver a tres personas haciendo señas, formulando hipótesis sobre la tragedia ocurrida.

Tomé el primer colectivo que tuve delante de mí. Luego de varias e insólitas combinaciones, llegué a la puerta de la facultad. Varias horas de clase, de explicaciones de profesores. Ningún rastro sobre mi cuaderno.

Súbitamente me escondí en la biblioteca.

Con las primeras estrellas volví a la Cava. Esta vez me abrí paso entre una muchedumbre y simulé estupor. Como los demás, mi cara se tiñó de admiración, de indignación, de conmiseración.

Un pozo gigantesco había literalmente “tragado” a un ciclista.

Mientras aguardábamos la llegada de ambulancias y bomberos, gendarmería bloqueaba las fronteras para impedir la fuga del peligroso criminal. Subsidiariamente, Interpol ya estaba tomando cartas en el asunto.

Llegados los bomberos, una gran linterna apuntó hacia el fondo del hoyo, con tal mala suerte que, estando el ciclista muy cerca de un río subterráneo, el agua quieta reflejó la imagen de mi rostro atormentado. Por supuesto que todos pasaron por alto este detalle, menos yo, que creí ver la mano divina señalando directamente a la autora de a tragedia. Fui abandonando el lugar con sigilo.

Ingresé despreocupadamente a la Cava. Nadie notó mi presencia allí, ni mi ausencia en los lugares acostumbrados. Una alumna menos en la facultad, una integrante menos en la familia. Demás cuestiones civiles suspendidas hasta nuevo aviso. Ni cerrado por duelo, ni por balance. Nada.

No sé cuál habrá sido la suerte de mi familia, mis compañeros, profesores, la calle, el ciclista. Sólo sé que en estos largos años jamás he salido de aquí. He dejado algunas inscripciones en las paredes del caserío, no más que eso.

Mientras, aguardo la llegada de un nuevo día.