MENCIÓN DE HONOR - 2008

EL CHINITO DE LA 41

Angel Kandel


El dolor en el pecho había sido intenso.

El médico me indicó la realización de una resonancia magnética.

Al pedir turno para efectuar el estudio me informaron en qué consistía, dándome detalles del mismo.

Pregunté si podía llevar una radio portátil para distraerme en ese ostracismo de treinta y cinco minutos, tiempo que dijeron demoraba. Me respondieron negativamente dado que interferiría en el accionar del aparato.

Llegado el día del estudio entré en una habitación donde había un gran tubo. Me desvestí y me acosté sobre una camilla que al deslizarse me introdujo en su interior. El ruido de la traba al cerrarse la compuerta hizo que tomase conciencia de esa nueva realidad. Cerré los ojos y traté de “volar”, de no pensar en ese presente. Mi imaginación me llevó por caminos conocidos. Desfilaron por mi mente caras e imágenes de mi niñez, de mi adolescencia y sentí que una sonrisa dulcificaba mi rostro enjuto. Un simple parpadeo me llevó hasta Terrero y Punta Arenas, en donde hicieron esquina recuerdos y sentimientos y donde recalaban los pasos de toda la querida barra, pasos que juntaban lustrosos mocasines con embarradas zapatillas, descosidas alpargatas con flamantes zapatos “Carlitos”.

Juventud Unida de La Paternal estaba con asistencia perfecta. Y si estaban todos, ¿qué hacer si ya habíamos discutido de fútbol, comentado las últimas novedades de “El tifón de Boyacá” y hablado de minas? ¿Qué nos quedaba?... ¡Jugar un “picado”!

Y ahí nomás poníamos en el medio de la calle algunos pullóveres y piedras para marcar los arcos y después de “puntear” para elegir a los jugadores de cada equipo todo estaba listo para comenzar el partido.

--¡Aurieri!, gritó Tito que, como había traído la pelota podía elegir el puesta donde jugar.

-- ¡Diez!, contestó Mimbre y ya cumplimentado el ignoto rito se ponía en movimiento la pelota.

(Sentí una sensación especial cuando recordé ese “aurieri-diez”, palabras con las que comenzaba a rodar la pelota, pero que sonaban a onomatopeya. Con el correr de los años, ya en la escuela secundaria estudiando el idioma inglés, pude comprender que esas palabras mágicas eran la deformación de “all ready” (todos listos) y “yes” (sí), dado que el fútbol nació como deporte de caballeros y sólo tras ese acuerdo se comenzaba a jugar. Mi sonrisa se acentuó pareciéndose a una mueca al pensar en la actualidad de ese deporte).

Corridas, gambetas y pelotazos a quien quedase en medio de la improvisada cancha. Todavía me sonrojo recordando ese cabezazo que le sacó limpito el mate a don Pizarro, que quedó en la puerta de su casa con la mano en garfio sosteniendo el vacío.

La sonrisa cómplice acompañaba las destrezas que sobre el asfalto se iban bordando hasta que un rechazo mal dirigido “colgaba” la pelota en lo de “Spiantuque”.

-- Démela, don, qué le cuesta, fue sin querer. Devuélvala y nos vamos, suplicaba Cinconovias.

-- Déle, si no lo hicimos a prepósito, diga, terciaba Manzanita, que debía su apodo a sus cachetes siempre sonrojados.

-- Spiantuque de aquí, spiantuque, sporcachone, vociferaba don Rafael con ese latiguillo que le valió el mote.

Vueltos a la esquina nos sentábamos en el umbral de la sastrería Don Aarón, el padre de Pulque, nuestro “insai” derecho, donde juntábamos moneda tras moneda, algunas aportadas por vecinos solidarios, hasta poder ir al quiosco de “El Petiso” quien, de ser necesario, perdonaba alguna chirola faltante y comprábamos la nueva pelota.

las flamantes “Pulpo”, de rayas rojas como nuestras transpiradas caras y amarillas como ese sol de mediodía , comenzaba a dibujar nuevas filigranas sobre el asfalto hasta que un grito ponía fin a la algarabía y al partido.

-- ¡Rajemos que viene la cana!... ¡El Chinito viene por Linneo!...

Y con paso cansino aparecía la silueta uniformada de la autoridad tan temida, “EL Chinito” de la Seccional Policial 41. Ahí estaba el Cabo Torres con chaqueta de gabardina azul cruzada por el correaje de cuero negro charolado, gorra encasquetada en una ancha cabeza portadora de una redonda cara morena con unos ojos finitos y alargados y unos delgados bigotes que achinaban aún más ese rostro venido vaya a saber de qué provincia.

Su presencia nos hacía desaparecer junto con la pelota que parecía seguir teniendo bríos como para continuar su frenética danza.

Y yo me veía corriendo por Punta Arenas, escapando de la autoridad por el delito cometido de jugar, hasta que un zaguán salvador me albergaba en su penumbra, quedando a la espera del paso del tiempo para abrir la puerta y poder salir.

pero esta vez fue distinto. No fue la puerta del zaguán la que se abrió, fue la del gran tubo y la camilla se deslizó nuevamente, esta vez para afuera.

-- ¿Ya pasaron treinta y cinco minutos? pregunté a la enfermera.

-- Treinta señor. Puede cambiarse y vuelva en tres días para retirar el resultado.

Me vestí y salí a la calle. Todavía habitaban en mí esos hermosos momentos revividos.

Caminé hasta la esquina en donde vi la espalda uniformada de un policía.

-- ¡El Chinito! Exclamé instintivamente en voz alta y casi simultáneamente el policía se dio vuelta. No era el Chinito.

-- Claro, cómo va a ser el Chinito si estoy en otro barrio, pensé, y seguí mi camino sin quitarme las imágenes de la cabeza.

Después de caminar unos metros más recién pude tomar conciencia del tiempo transcurrido.