MENCIÓN DE HONOR - 2008

EL BACHE

Viviana Mariel Olchansky


Nadie sabrá jamás, aunque lo intente, la verdadera historia del bache de la Cava. Ese secreto permanecerá siempre en mi interior. Cubrirá como un manto el lamentable suceso producido aquella mañana de invierno del 85, uno de mis tantos errores de aquellos días.

Es cierto, tal vez debí saber que la caída de aquel oscuro libro de la facultad sobre el pavimento escarchado produciría la primera rajadura. El saber no ocupa lugar, pero deja huellas. El estruendo del golpe seco contra el suelo me paralizó de forma inmediata. Miré nerviosamente hacia un lado y otro y, al comprobar que nadie había visto la escena, salí corriendo.

Esa noche no pude dormir.

¿Qué desastre había provocado? ¿Cuán profunda habría sido la rajadura? ¿Habría llegado, quizá, hasta el mismísimo centro de la tierra?

Minuto a minuto mi cuerpo adoptaba casi perfectamente la posición fetal, con un claro hueco en el interior de las sábanas, desde donde controlaba y escudriñaba el recorrido del sudor frío provocado por el pánico. Por debajo, la sombra.

Seguramente vendría por mí.

A las seis de la mañana sonó el despertador y corrí hacia el baño. Tras pasar brevemente por la ducha gané la calle y volví a la escena del crimen.

El fluido paso de los camiones de carga no había sino acrecentado la magnitud de la grieta. Confundida, creí ver a tres personas haciendo señas, formulando hipótesis sobre la tragedia ocurrida.

Tomé el primer colectivo que tuve delante de mí. Luego de varias e insólitas combinaciones, llegué a la puerta de la facultad. Varias horas de clase, de explicaciones de profesores. Ningún rastro sobre mi cuaderno.

Súbitamente me escondí en la biblioteca.

Con las primeras estrellas volví a la Cava. Esta vez me abrí paso entre una muchedumbre y simulé estupor. Como los demás, mi cara se tiñó de admiración, de indignación, de conmiseración.

Un pozo gigantesco había literalmente “tragado” a un ciclista.

Mientras aguardábamos la llegada de ambulancias y bomberos, gendarmería bloqueaba las fronteras para impedir la fuga del peligroso criminal. Subsidiariamente, Interpol ya estaba tomando cartas en el asunto.

Llegados los bomberos, una gran linterna apuntó hacia el fondo del hoyo, con tal mala suerte que, estando el ciclista muy cerca de un río subterráneo, el agua quieta reflejó la imagen de mi rostro atormentado. Por supuesto que todos pasaron por alto este detalle, menos yo, que creí ver la mano divina señalando directamente a la autora de a tragedia. Fui abandonando el lugar con sigilo.

Ingresé despreocupadamente a la Cava. Nadie notó mi presencia allí, ni mi ausencia en los lugares acostumbrados. Una alumna menos en la facultad, una integrante menos en la familia. Demás cuestiones civiles suspendidas hasta nuevo aviso. Ni cerrado por duelo, ni por balance. Nada.

No sé cuál habrá sido la suerte de mi familia, mis compañeros, profesores, la calle, el ciclista. Sólo sé que en estos largos años jamás he salido de aquí. He dejado algunas inscripciones en las paredes del caserío, no más que eso.

Mientras, aguardo la llegada de un nuevo día.