MENCIÓN DE HONOR - 2009

HOLLMAN Y HNOS.
MÓNICA MÜLLER

Alfredo Ginocchio acababa de vaciar la taza con el café, pero su nerviosismo era tal que revolvía el recipiente con la cucharita. Presuponía que , ni bien llegara a la oficina, Bárbara Arce, su jefa, le indicaría que se sentara frente a su escritorio.
Había logrado que la tensión cediera al mirar por el ventanal del bar, mas no se imaginaba cómo iba a enfrentar el problema. Perdería el trabajo y sería un entierro en vida. No iba a poder zafar de la culpa y los antecedentes laborales estarían manchados.
Faltaba dinero y no tenía la justificación de los gastos. La suma era importante, ni una vida de trabajo alcanzaría para cubrir la cuarta parte. Él era el responsable de la carpeta de facturas y del detalle de gastos. La costumbre de preparar todos los papeles antes de que se lo solicitaran, le había anticipado la situación.
A los cuarenta años, después de haber vivido la libertad de sus actos, de haber pensado en la posibilidad de formar una familia y de haber trabajado con honestidad para ello, no le podía pasar eso. Sacó el móvil del bolsillo y marcó.
Bárbara Arce se había despertado sobresaltada por una pesadilla, peor que soportar nueve horas al mayor de los Hollman, el jefe de su área y uno de los dueños de la empresa donde se desempeñaba como contadora de arqueo de caja del sector de Relaciones Públicas. Luego desayunó y se preparó para salir.
Ingresó temprano a la empresa Hollman y Hnos. Estaría sola en el piso, Ginocchio siempre tenía una excusa para justificar las llegadas tarde; acomodó algunos papeles y comenzó a controlar los libros. El celular sonó. La voz de Alfredo, su empleado, dejó el mensaje acostumbrado por la llegada tarde, pues tenía un inconveniente.
Un hombre de abultado abdomen pateó la puerta y se plantó delante de Bárbara.
— ¿Todo en orden? Recuerde que le queda una hora para presentar el arqueo, sí o sí.
— Sí Doctor, todo en orden. En una hora lo presentaré en contaduría general.
— ¿Y Ginocchio? — acentuó cada letra del nombre como masticándolas.
— Viene más tarde, tiene un problema — la joven miró de reojo al hombre, que dio por concluido el diálogo y se fue dando un portazo.
Pasada una hora el arqueo de caja no estaba terminado. Arce había chequeado la carpeta con las facturas y faltaban originales; recordó que los últimos gastos los había volcado Ginocchio y que los comprobantes habían quedado sobre el escritorio. La joven revisó las operaciones repetidas veces y la suma faltante era sideral.
El borrador del detalle era tarea de Alfredo. Bárbara pensó que las boletas podían estar en otro lugar, o que su empleado era un ladrón y había inventado los gastos.
La mujer iba y venía por la oficina, todos los armarios estaban abiertos y las carpetas sobre el piso; recordó que Ginocchio había archivado algo en el fichero de metal. Se le ocurrió abrir el primer cajón, le costó correrlo. las carpetas estaban sucias y algunas tapas manchadas con el óxido de los ganchos. No supo cómo, pero la tanza de su collar se rompió y las perlas fueron a parar al fondo. Recuperó las perlas grandes, las pequeñas estaban debajo de un paquete. Al retirarlo, lo que saltó sobre ella provocó arcadas que le llevaron el vómito hasta la boca. Entonces vio las facturas que buscaba, o lo que quedaba de ellas. Roídas y arrugadas, albergaban cuerpecitos rosas de lauchas recién nacidas.
Alfredo Ginocchio sintió que el frío interior le hacía tiritar. Reconocía su cobardía al no plantear en la empresa que había descubierto el faltante de dinero. Pagó los cafés y salió del local a la deriva. Hizo un alto y trató de tranquilizarse. Plaza Italia le ofrecía alternativas para el relax, optó por llegar hasta el Jardín Botánico. Caminaba con las imágenes de las facturas en las retinas, mientras otras intenciones confundían sus ideas.
Palermo era un loquero; uno de los semáforos no funcionaba. El colectivero frenó y se agarró la cabeza. Tirado sobre la avenida Santa Fe se vio el cuerpo inmóvil de un hombre.