SEGUNDO PREMIO - 2009

ONCE DÍAS PARA NAVIDAD
ALEJANDRA GLAUBER

Faltaban once días para Navidad. Angelita e Isabel Dorrego, amparadas bajo el alero que cubría la galería, bordaban las iniciales de su padre en pañuelos blancos que habían elegido como obsequio, mientras su madre, Ángela Baudrix, dormitaba en un sopor premonitorio.
A pocos kilómetros de Buenos Aires, el joven coronel había sido apresado y aguardaba, impaciente, en un carruaje que oficiaba de celda. Ensayaba frases para la conversación que había suplicado mantener con su adversario político porque sabía que esa única oportunidad le permitiría, quizás, salvar su vida.
Se golpeó la frente apelando a Dios cuando por toda respuesta obtuvo que no iba a ser visto ni oído y que contaba con dos horas antes de ser fusilado. Aturdido, no comprendió de inmediato la magnitud de las palabras pero sintió su cuerpo atravesado por el agobio más desolador de su vida.
— ¡Padre Castañer!— gimió por la ventanilla, el vaho de la siesta pampeana le cerró la voz y la sequía anudó su estómago, — por favor, que venga aquí mismo mi compadre Castañer.
Sus sienes latían y el corazón se agrandaba acelerado mientras las imágenes desordenadas le impedían decidir a qué recuerdos dedicaría su memoria, limitada a un tiempo que le parecía eterno.
— Manuel, hijo — el aliento entrecortado del cura llegó hasta él junto con la señal de la cruz dibujada en el aire.
— Gracias, gracias por venir — suspiró y sus pensamientos cobraron entonces un orden urgente e inesperado— lápiz, Padre. Lápiz y papel, necesito despedirme de Ángela y de las niñas. ¿Cómo es posible? Voy a morir sin volver a verlas. Moriré y no comprendo por qué.
Castañer sintió el dolor de su compadre y quiso decir palabras que no supo; apoyó su mano en el hombro del amigo desesperado y se prometió encontrar la manera de ayudarlo a morir sin temores.
— Dígame, Padre, ¿duele la muerte? — preguntó sin mirarlo.
— Tranquilo, yo estaré a tu lado mientras tu alma esté unida a ti. Luego será el Señor quien te reciba en su regazo. Confía en Él, su Amor Divino te acompañará en todo momento. Procuraré conseguir lo que pides para que puedas escribir.
— No se vaya todavía, espere un momento, prométame que usted me acompañará. Por favor, asegúreme que el Señor me estará esperando.
— Hijo mío, aquí estoy contigo y bienvenido serás en el Reino de los Cielos. Iré por papel y lápiz y dejarás tu alma en paz dando testimonio a tus seres queridos e instrucciones a deudos y compatriotas. No tardaré.
Manuel Dorrego agradeció los trozos de papel y pidió quedarse solo. Comenzó a escribir con apuro y tristeza cartas de afecto con palabras que sabía, eran las últimas.
La siesta era implacable y muda. Castañer lo esperaba parado al lado de la puerta del carruaje, erguido, con la cabeza gacha y las manos unidas en rezo. El agobio por el calor concentrado hizo trastabillar al condenado al najar del birlocho*, su amigo adelantó un paso y estiró el brazo para sostenerlo.
— No me deje solo, Castañer — susurró.
Comenzaron a caminar con paso lento, transpirados y aferrados del brazo hacia la formación alineada que divisaban a unos metros.
— Gracias, Padre, estoy listo — dijo. Cruzaron sus miradas y se abrazaron en una despedida sacudida por el temblor de la emoción.

Las niñas dormían en el cuarto que aún conservaba el calor del día y las criadas descansaban de la jornada sofocante. Ángela vigilaba el cielo estrellado de diciembre; giró la cabeza hacia la puerta al escuchar el llamador y supo que eran malas noticias. Las primeras palabras de condolencias le confirmaron que había padecido las inconfundibles señales que preceden a lo irremediable.

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*birlocho: carruaje ligero de cuatro ruedas